domingo, noviembre 03, 2013

A propósito de una ciudad hecha de palabras

Con palabras se hizo un pueblo de indios, en un territorio donde hubo pueblos seminómadas, que todo lo tenían y guerreaban con el alma. Con palabras se le cambió hacia el norte y se trazaron calles. Con palabras fue capital del país y se han hecho aportes al liberalismo y a la democracia —difícil de creer hoy en día, pero sí, así ha sido— aunque la actualidad sea tan patética políticamente hablando. La letra con sangre entra, sí, y también hay palabras rojas, de colores nada usuales. Gritos de todo tipo, por algo las onomatopeyas nos marcan la espalda al escribir. Hecha de palabras, esta ciudad se reconstruye a pesar de las tormentas, a pesar de que muchas veces no sabe elegir a sus representantes, a pesar de que nadie cuenta su crónica real.

Y es que de Fundadores (que dieron nombre a una plaza) se ha pasado a precursores, pero también a espectadores. Esta ciudad se desgaja y se desaparecen sus cerros cada vez más habitados. se vuelve laberinto de ríos, muestra sus ramales de venas salidas de madre, se mueren y se matan quienes nada debían, nadie quiere hablar y menos debatir, pero esperemos que salga el sol. De nuevo. Hay señales, por lo menos, de que todo puede cambiar.

Una de estas señales es que la ciudad —el municipio en que está enclavada, en una olvidada frontera interior, entre la selva y el desierto— ha sido durante buena parte de 2013 la más fría del país. Antes se diferenciaban bien sus estaciones, y las temporadas de lluvia y frío sabían que meses del año aposentarse en sus calles. El clima seco-cálido que campeaba ha sido sustituido por cambios bruscos que obligan a sus habitantes a salir siempre con chamarra, sombrilla y protector contra el sol.

La reciente aparición de extrañas especies, vegetales y animales en el centro histórico de esta ciudad hecha de palabras ha llevado a especialistas en todas las ramas de la ciencia a replantearse fragmentos de la historia que no habían sido tomados en cuenta.

Primero fue una alegre mata de sandía la que brotó en las obras de remodelación de la alameda Juan Sarabia, lugar típico de aves (por sus patos y por su entorno ideal para garciar). Los pocos afortunados que la probaron dijeron que era dulce y muy jugosa. Luego fue una planta de maíz, que también cerca del museo del tren opuso alegre resistencia a ser arrancada. En los puentes que cruzan la diagonal sur (oficialmente, avenida Salvador Nava) y en el periférico surgieron pequeños arbolitos, gracias a las lluvias.

Hay quien vio el pasado mes de junio a un armadillo cruzar hecho la cochinilla plaza de armas, y varios testigos de probada credibilidad reportan que un venado ha sido visto al alba, tras noches de luna plena, en la Plaza de los Fundadores, la primera, donde se creó esta ciudad de escudo azul y oro, con un cerro relleno de metales preciosos hoy desaparecido.

Acostumbrados a ver a la dama de negro y a la Maltos, a la Llorona en el río Santiago y a la Planchada en el Hospital Central, hace tiempo que sus habitantes no reportaban más apariciones en el centro histórico. Sus miles de fantasmas, que han creado una energía muy especial en esa zona de la ciudad (como aseguró un conocido santero y escritor cubano), parecían haberse quedado mudos. Ciudad de palabras pero también de silencios, incluso sepulcrales.

Desde principios de 2013 quienes deambulan por el centro histórico, sobre todo los que salen por ahí de la medianoche de los antros y cafés cercanos al jardín Guerrero (más conocido como de San Francisco), de Independencia, Carranza, Bolívar o Allende, juran que han oído hablar a la estatua de bronce que se erigió en honor a Juan del Jarro, y ya no sólo a los enamorados, como contaba la leyenda. En medio del jardín, al inicio de la calle de Universidad, Juan suele permanecer callado durante el día, atendiendo a los curiosos que llegan a tomarle fotos. Soportó con estoicismo el baño de pintura que alguna vez le hicieron, y no dice nada cuando se recargan en él. A medianoche, cuentan, suele adquirir la locuacidad que lo hiciera famoso durante el siglo 19.

Juan del Jarro, por nombre cristiano Juan de Dios, nació cerca de algún lugar desconocido, casi en alguna parte, de la ciudad de las camelias, al norte de esta ciudad hecha de palabras. Como ésta todos se conocen, o al menos conocen a algún conocido de un familiar, o al amigo de un amigo —y más en los tiempos en que vivió Juan—todos lo recuerdan como un pordiosero que gozaba del don de la adivinación y repartía entre los necesitados lo poco que le donaban, de mirada curiosa, siempre con su sombrero de copa (raído y con engranes, de los que se desconoce el mecanismo), un reloj de faltriquera que solía consultar nerviosamente, un pantalón sujetado con un mecate a su generosa panza y un misterioso jarro en el que guardaba una sustancia desconocida. Sobra decir que el jarro desapareció a la muerte de Juan, y que muchos aventureros y órdenes religiosas aún lo buscan por su valor histórico y ritual.

Hay quien le reza todavía: desfacía entuertos, iba de uno a otro de los siete barrios en muy poco tiempo (se cuenta que usaba los túneles que se construyeron durante la Colonia), vaticinaba muertes y adivinaba engaños amorosos, como constatan los testimonios (actualmente en el Archivo Histórico del Estado) de los parientes de un párroco de Nuestra Señora de Tlaxcalilla y de una señora de una acaudalada familia, a quienes dijo como con descuido su próxima muerte y que el hijo que iba a tener no era de su marido. Respectivamente, but of course. Cuando murió fue sepultado en el panteón del barrio del Montecillo, donde quienes lo acompañaron (de todas las clases sociales) atestiguaron cómo hasta los escarabajos le hicieron guardia. Tras muchas vicisitudes sus restos fueron a dar al panteón del Saucito.

Cuentan ciertos historiadores que de joven Juan del Jarro vivió en Oxford, Inglaterra, donde ejerció de sombrerero, y como todos los que se dedicaban a ese oficio era meticuloso pero también aspiraba vapores de mercurio al limpiar el fieltro de los sombreros. De ahí su mirada, su uso ocasional de un monóculo, el prurito por ver la hora en su viejo reloj de leontina y el hábito de disfrutar a las cinco de la tarde de un buen té, cuando podía. El tiempo es un castigo, solía decir, y sonreía. De su amistad en ese tiempo con un amable reverendo, aficionado a las matemáticas y a la fotografía, tomó el gusto por relatar historias nuevas y viejas, llenas de fantasía, a los niños de esta ciudad de cantera y de palabras.

Hoy se le oye decir, es decir, a su estatua, como alguna vez profetizó en vida (y se creyó que se refería a la gran inundación de 1933, cuando se reventó la represa): "Esta ciudad desaparecerá inundada... podría no ser de agua, pero de ustedes depende".

Doy fe: Alexandro Roque

No hay comentarios.:

Publicar un comentario